Sunday, December 03, 2006

 

En tierras de Rulfo

No puedo escribir de lo que veo.
Tengo que imaginármelo.
—J.R.


El 16 de mayo de 1917 nació Juan Rulfo en San Gabriel, según él, o en Sayula, Jalisco, según su acta de nacimiento.
En uno de esos mapas de relieve que vende el INEGI puede uno tocar con el dedo el pináculo de una protuberancia de plástico que, hacia el sur de Jalisco, sobresale entre Sayula y San Gabriel. Así que de entrada va uno bajando y oye la voz de Rulfo:
“San Gabriel sale de la niebla húmedo de rocío. Las nubes de la noche durmieron sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Ahora está por salir el sol y la niebla se levanta despacio, enrollando su sábana, dejando hebras blancas encima de los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube de los árboles y de la tierra mojada atraído por las nubes; pero se desvanece en seguida. Y detrás de él aparece el humo negro de las cocinas oloroso a encino quemado, cubriendo el cielo de cenizas.”
En esos lugares de la antigua provincia de Ávalos, hoy Colima, y el sur de Jalisco, por donde corre el río Armería, Juan Rulfo se fue haciendo de su primera composición de lugar. Del asombro de su infancia en esas tierras proviene también su educación sentimental, su mirada, su tono narrativo, su visión del mundo.
A los treinta y cuatro años, en 1953 —cuando se iniciaba el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, fenecía el de Miguel Alemán y se cancelaban las promesas y las ilusiones de la Revolución mexicana—, Juan Rulfo escribió y dio a la imprenta, hace cincuenta años, El llano en llamas. La aliteración de este título anuncia ya un sentido del lenguaje y una inequívoca vocación literaria. En sus cuentos, sobre todo en “Luvina”, se localiza el germen de la que dos años después, en 1955, habría de ser su novela mayor. En los años de Albert Camus y el desaliento de la postguerra europea, la obra de Rulfo, según anota Carlos Blanco Aguinaga, “revela la versión mexicana de una general angustia contemporánea”.
Al transmutar en una polifónica universalidad el núcleo regional, Rulfo “se fue a las fuentes de la Revolución, cuyas historias anónimas y novelas desconcertantes siguen todavía, excepto por Rulfo, intactas", según observó Jorge Aguilar Mora en Una muerte sencilla, justa, eterna.
“Si en El llano en llamas y en Pedro Páramo aparecían directamente las vivencias de los campesinos que Rulfo había conocido y frecuentado, también se encontraban en la intensidad de su literatura los relámpagos de sabiduría, los instantes irrepetibles que reconocemos como originales de muchos autores de la Revolución, literarios o no. Ahí estaban Nelly Campobello, Rafael F. Muñoz, el Doctor Atl y muchas crónicas que han guardado las actitudes únicas de innumerables combatientes que supieron burlar la muerte y apoderarse de la historia con una sola frase, con un solo gesto, con un solo cuerpo.”
Por otra parte, uno de los indicios más interesantes de su repercusión en el mundo es el que ha tenido su obra en un pueblo de mentalidad budista. Las traducciones al japonés de El llano en llamas (1990) y Pedro Páramo (1992) que hizo Akira Sugiyama fueron recibidas con la naturalidad propia de una cultura que entiende el karma como una condena por la cual uno queda flotando como alma en pena mientras tenga algún pendiente en esta vida.
“También está la historia de la vida y la muerte enlazadas, sin una barrera entre una y otra”, piensa el traductor japonés. “Esa mentalidad tiene raíces en el mundo campesino mexicano, pero también existe en el Japón y puede relacionarse con el budismo e igualmente con el teatro noh, donde las vidas pasadas están siempre presentes, actuando en la vida de hoy.”

A Juan Rulfo lo conocí alrededor de 1964 en el departamento que habitaba con su mujer y sus hijos en la glorieta de Chilpancingo, sobre la avenida Insurgentes, en la ciudad de México. Vestía de suéter y sin corbata. Estaba leyendo en un ejemplar de Playboy: una larga entrevista que alguien le hacía a Jean Genet.
—Es muy buena ‑me dijo—. Deberías traducirla.
Por allá, en la penumbra, una mesa de comedor asomaba llena de libros y periódicos alrededor de una máquina de escribir. Sólo recuerdo que arrancó la entrevista y me la regaló. Yo la traduje después y la publiqué en un suplemento literario.
Lo fui viendo a lo largo de la vida, de vez en cuando. Sólo estuve una vez en su casa de Felipe Villanueva. Nos encontrábamos en librerías. Primero en la de Polo Duarte, sobre la avenida Hidalgo, frente a la Alameda. Luego en alguna otra cercana a la glorieta Insurgentes, que ampliaron y destruyeron alrededor para construir la estación el Metro. En esa piqueta se llevaron para siempre el salón Morán, una cantinucha de pasada a la que nunca entré con Rulfo.
Ni amigo íntimo ni simple conocido, Juan era para mí algo más: un camarada de café entre esas dos categorías afectivas. Tal vez coincidíamos en ciertos momentos de soledad hacia las siete, ocho de la noche. Íbamos al café “para ver a quien veo”.
A partir de esas líneas lo estoy inventando. Trato de recordarlo y recuerdo los recuerdos que él contaba: su manera de evocar el pasado. Contaba cosas terribles, a veces, con una naturalidad pasmosa. Ésa era su insinuación: el tono, su manera de transitar de un plano a otro y mantenerse en varios registros narrativos, desde lo más cotidiano a lo más extraño, propiciando un embrujo en el interlocutor.
Siempre me he esforzado en explicarme esa sensación y veo que la hace sentir mejor Mariana Frenk cuando observa que el Pichón, el personaje de “El Llano en llamas”, contaba “sucesos espeluznantes como si fueran las cosas más naturales del mundo”. También pesca mejor Akira Sugiyama la insinuación rulfiana cuando dice que Rulfo “narra una cosa muy cruda de una forma que parece ingenua”.
La verdad es que uno se creía todo lo que Juan contaba y nunca se permitía la menor duda acerca de su veracidad. No importaba. Eran imágenes sueltas. De improviso, como en ráfagas. Decía muy frecuentemente que en algún lugar estaban desenterrado los cadáveres. A mí me dijo que en Colombia.
—Mira, allí está: en las Últimas Noticias.
Y me señalaba el periódico sobre el que estaban la taza de café y el cenicero (fumaba Pall Mall sin filtro, largos, de contrabando, que algún compañero le llevaba al Instituto Indigenista donde trabajaba).
Más tarde he visto en diferentes lugares que la misma frase se las decía a otros amigos, a Juan José Arreola, por ejemplo: “¿Sabías que están desenterrando los cadáveres?” A Alberto Moravia le comentó que “allá en Comala están desenterrando los cadáveres de los caballos”.
—Las punas, fíjate. Son unas tierras planas allá muy arriba en Los Andes peruanos. Tocaban unas quenas, anchas, como de funeral. Muy oscuro el cielo. Negro. Y frío, muy frío.
Se encomendaba a los recuerdos de una manera muy particular, como si los habitara, sin mayor transición hacia el presente. No se discernía ninguna diferencia entre lo que podría ser verdad o imaginado.
—La literatura es mentira —me decía, y me ha tomado más de treinta años entenderlo—. Pero no es lo mismo que la falsedad. La mentira es un modo de recrear la realidad. La mentira sin dolo.
Muchas de las ideas que Juan abrigaba sobre el proceso de la creación literaria y que se pueden leer en sus escritos surgían de pronto en sus conversaciones, aunque no tenía una mente analítica. No era demasiado propenso a las elaboraciones teóricas. “No tengo un sentido crítico-analítico preestablecido”, le dijo a Joseph Sommers.
No podía tomar nota de lo que pasaba. Era lo contrario de un reportero. Lo opuesto a un notario.
—Si no puedes escribir –me decía–, copia un cuento. Agarra un cuento de Onetti o de Borges y transcríbelo a máquina, tal cual, sin añadirle ni quitarle nada. Rescríbelo, literalmente. Yo cuando no encuentro al personaje me pongo a escribir sin controlarlo mucho, sobre cualquier cosa, pero tengo que imaginármelo. (No puedo escribir de las cosas que veo. Una vez, cuando trabajaba en la Comisión del Papaloapan, tenía que hacer unos informes sobre las presas y los actos de los políticos, pero no pasaba de diez líneas. No podía escribir de lo que veía.) Ah, entonces, empiezas a escribir una o dos o tres páginas y de pronto empieza a surgir algo, como que se insinúa el personaje. A partir de allí cortas las dos o tres primeras páginas. Y ya te sigues. Hay que calentar el brazo antes, como los pitchers.
Yo me refería en una novela a un águila que cazaba ratones en bahía Kino, frente al mar de Cortés.
—Es la quebrantahuesos —me explicaba—. Esas aves recogen con sus garras a los ratones de desierto y luego se elevan, los dejan caer sobre las rocas y los despanzurran para comérselos. Quebrantahuesos, así se llaman.
Siempre que decía algo, como que se disculpaba: “Si se puede saber.” Cuando se refería a alguien decía “Aquel Fulano.” O “aquel cristiano”.
—Allí las víboras hablan, en el desierto. Yo las he oído.
Tuvo que morir Rulfo para que, en retrospectiva, me empezara yo a dar cuenta de que su hablar era su escribir y de que, por tanto, nunca dejó de escribir. Era muy dado a las invenciones verbales y a las fabulaciones, pero parecía que él no estaba consciente de estar mintiendo. Visto hacia atrás he empezado a reivindicar —como lo hizo Osar Wilde— el valor de la mentira en la literatura.
Juan Rulfo se movía en los alrededores de Insurgentes Sur, entre las colonias Guadalupe Inn, Florida y San José Insurgentes. Solía ir a la terraza de la librería El Juglar, en la calle Abundio Martínez (un músico homónimo del arriero parricida de Pedro Páramo), o a El Ágora, una librería café y expendio de discos en Barranca del Muerto e Insurgentes Sur.
—Fíjate que ahorita me venía siguiendo un auto con unos fulanos y me detuvieron. Yo venía al Ágora. Éi, párese allí, me dijeron. ¿Usted qué hace, a dónde va? Soy periodista, les dije. Voy a ver aquí a mi amigo Federico Campbell, aquí en la calle de Damas. Y ya se fueron los fulanos. No sé qué querían. Te toqué la puerta pero no estabas.
Su sentido de la realidad sigue siendo, para mí, en la memoria, un enigma. A veces se iba mentalmente, como que no prestaba atención a la plática, pero lo cierto es que estaba escribiendo. Al conversar también escribía: inventaba.
En El Ágora, Rulfo me contaba que una de las mejores transposiciones que llegaron a hacerse de Pedro Páramo fue la adaptación radiofónica de 1972 de la Suisse Romand, en Ginebra: “Con lluvia, lluvia, mucha lluvia de fondo, y el tañido de una flauta: un solo instrumental del holandés Frans Brüger que tocaba Pavane Lachrymae, de Jacob Van Eyck.” Compró el disco en ese momento y me lo regaló. Era una flauta antigua, de madera. Tal vez porque nunca se vio el rostro de Pedro Páramo —la radio, como la novela, nunca muestra la cara del personaje—, Juan Rulfo sintió que la versión suiza de su texto fue la más persuasiva, cosa que no podría reconocerse en las aproximaciones cinematográficas y teatrales que disolvían en el rostro de un actor, fijándolo, el misterio esencial escondido tras la ambigüedad de la literatura. Pedro Páramo es una novela intransferible al teatro o al cine, como lo fue Bajo el volcán de Malcolm Lowry (Buñuel decidió no filmarla) y muchas otras grandes novelas. También me regaló unos discos de cante jondo.
Al cerrar El Ágora, solía acompañarlo a su casa de Guadalupe Inn. Una noche, mientras caminábamos, me hablaba de Fernando Jordán.
—Vivía en La Paz. Ya se había reconciliado con su mujer y justamente el día en que se reencontrarían se metió al mar y se ahogó. ¿Sabías que Jordán siempre viajaba con una muñeca en su veliz?
A veces incurría en largos silencios, allí, frente a la taza de café o la coca cola. Pero en general era un buen conversador. Me iba nombrando los pueblos de los alrededores de San Gabriel y yo los apuntaba en círculo, como siguiendo los números del reloj: Apulco, Tuxcacuesco, Sayula, Tapalpa, Jiquilpan, San Pedro Toxín, Tolimán, Chachahuatlán. La Agüita, La Piña, Tonaya, Totolinizpa, Autlán.
Decía que allá, en el sur de Jalisco, un general reunía en una sola casa a todos los hijos que iba teniendo con diferentes mujeres. Los concentraba con su esposa legal. Pero uno de los chamacos, que le tenía terror al general, se fue un día a una casa de campo a estarse con unos familiares. El general lo buscó, el joven es subió a un árbol para esconderse, y entonces el general lo descubrió y le disparó con su pistola para asustarlo, sólo para asustarlo, pero le dio, y el muchacho cayó.
Años después, durante una visita a Guadalajara, me di una vuelta por el sur de Jalisco en compañía de Felipe Cobián. Era la época de las pitayas. En un alto del camino Felipe llegó a comerse hasta once. Desde que dejamos Sayula el camino subía y bajaba. Luego, más bien bajaba porque estábamos en lo alto de una cuesta: San Gabriel iba engrandeciéndose allá abajo, silencioso, asoleado.
Es cierto que antes de llegar a Sayula habíamos reconocido la llanura y una meseta como de laguna seca, apisonada, que reverberaba en uno de esos engaños matutinos de la luz y la humedad. Por ahí empezaba uno a sentir que ya andaba en tierras de Rulfo y no otra era la sensación que se tenía al descender de la sierra entre Sayula y San Gabriel. Sin embargo, no alcancé a discernir ningún lugar que llevara el nombre de El Llano, a no ser que el “llano” fuera —como lo es— toda la planicie (rumbo a Tuxcacuesco y Tonaya, entre Paso Real y Chachahuatlán). La suponía árida, como los alrededores de Mexicali o del norte de Sonora. Sin embargo, sin llegar a ser un vergel, no me pareció tan desolada ni tan estéril. Porque no faltaba el verde de los matorrales ni el ocre de los maizales. No escaseaba la vida vegetal. Fue entonces cuando empecé a sospechar que en cierto sentido el paisaje real de la comarca nada o muy poco tenía que ver con las invenciones de Rulfo. Tampoco el calor de Tuxcacuesco y Apulco, a donde llegamos más tarde, rebasaba los treinta grados en el termómetro. La Comala de la ficción —con todo lo difícil que es expresar el calor en la literatura y hacerlo sentir— sí sugiere una presión atmosférica y una temperatura como la del desierto de Altar, un calorón como el de Navojoa, pero estos pueblos de Rulfo no asustarían a un sonorense habituado a andar sobre los cuarenta y seis grados centígrados.
En una nevería de San Gabriel se vendían aguas frescas de frutas apenas machacadas (tamarindo, guayaba, fresa) y en las paredes se enorgullecían los dueños de los tres grandes del pueblo: las fotos de José Mogica, Blas Galindo y Juan Rulfo se exponían al mismo nivel de honor. Subí solo a la azotea de la antigua casa, en la que vivió Rulfo de niño: una casa solariega con ancha entrada para las carretas y los caballos y un establo al fondo. El nevado de Colima triunfaba allá a lo lejos y entendí en un santiamén la tentación del alpinismo o, al menos, de la caminata (que es una meditación).
En Apulco, Felipe Cobián me condujo a tocar el portón de una hacienda enorme: la del abuelo materno de Rulfo. Nadie acudía a abrirnos. Estábamos a punto de retirarnos cuando surgió de pronto un muchacho de hábito guinda y pantalones liváis. No era un monje, pero pertenecía a una hermandad católica, fundada en Tecate no hacía muchos años: una agrupación religiosa no destinada necesariamente a formar y ordenar sacerdotes sino a permitirles a ciertos jóvenes llevar una vida apartada y casta. La supuesta hacienda de la Media Luna, donde el joven Rulfo solía caer de vez en cuando para hablar con los caporales y los campesinos, había sido donada a la Iglesia por una de sus tías. Y a la Iglesia pertenece. ¿Por qué “de la Media Luna”? ¿Hay ahí una evocación de Las mil y una noches?
Nunca como entonces sentí, como bien se sabe, que el arte no es una representación de la realidad.
Esta falta de concordancia entre los espacios de la realidad y los lugares de la literatura me hizo, entre una callejuela y otra, escuchar de nuevo la voz de Rulfo:
“Mis paisanos creen que los libros son historias reales, pues no distinguen la ficción de la historia. Creen que la novela es una transposición de hechos, que debe describir la región y los personajes que allí vivieron. Pero la literatura es ficción y, por lo tanto, es mentira.”
Uno adivina la imagen rulfiana por excelencia: la de un pueblo fantasma, casas y jardines abandonados, mujeres enlutadas que aparecen y desaparecen, huertas vacías y magulladas.
Y sí, es cierto: en Tuxcacuesco y Apulco, en San Gabriel y en Telcampana, aparecen y desaparecen personajes como salidos de la nada. Atraviesan una calle y se extinguen. Hay rincones. Hay un silencio pesado, en plena tarde. Un par de policías (uno de ellos con sombrero de felpa negro y atejanado) se pasean con armas largas e imponen respeto. Pero la verdad es que no reconoce uno del todo en esos pueblos las ficciones verdaderas de Rulfo, su Luvina, su Comala, su Contla, su invención, la invención de su memoria.

El cuento y la novela —y sobre todo la narrativa de Juan Rulfo, tan poco lineal—, admiten tantas interpretaciones como quiera el lector. Cuando Rulfo le quitó cien páginas a su novela fue porque se dio cuenta de que muchos párrafos resultaban demasiado explícitos, daba explicaciones en exceso, y optó por dejar hablar a la elipsis, que los significados cuajaran en las oquedades de lo implícito.
“Fui dejando algunos hilos colgando para que el lector cooperara con el autor en la lectura. Es un libro de cooperación. Si el lector no coopera, no lo entiende. Se toma la libertad de ponerle lo que le falta”, dijo Rulfo en su conferencia de Caracas de 1974.
Cada quien, pues, puede hacer su lectura a partir de su propia fantasía, su edad, la época en la que esté leyendo. Puede deducir en Pedro Páramo la parábola de una catábasis: un descenso a los infiernos.
El lector completa la obra y es libre de ver la figura del cacique en Pedro Páramo, aunque en la novela nunca se mencione la palabra cacique. No tiene por qué atenerse a lo único que está en el texto y, así, su imaginación añadida puede también discernir en la obra la secuela histórica del encomendero al cacique o un aire del alma mexicana, el inconsciente colectivo, la historia como memoria, el tema de los celos, el incesto, la violencia, el poder, la muerte como experiencia narrativa, el tiempo, el rencor, el charro de Jalisco, el macho mexicano, la venganza, el amor irrecuperable, la búsqueda del padre, la locura, la miseria.
El poder, el amor, la locura y la muerte. La miseria.
Sobre todo la miseria, y la compasión.
El llano en llamas, escribió Carlos Blanco Aguinaga, se escribió y publicó en una tierra concreta sobre cuyos habitantes pesaba no sólo la historia inmediata anterior, la Revolución, la Cristiada, “sino la creciente miseria y la despoblación del campo”.
“Yo no me preguntaría por qué morimos, pongamos por caso; pero sí quisiera saber qué es lo que hace tan miserable la vida”, dijo Rulfo al poeta argentino Máximo Simpson en 1976.
”Usted dirá que ese planteamiento no aparece nunca en Pedro Páramo, pero yo le digo que sí, que allí está desde el principio y que toda la novela se reduce a esa sola y única pregunta: ¿dónde está la fuerza que causa nuestra miseria?”

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